La vivencia de la Fe con una Madre

Las madres nos enseñan la gratitud, el amor a Dios y la fe en Él. Por eso terminamos este Año de la Fe de la mano de María, la Madre.

Durante más de un año en todo el mundo se ha intensificado la vivencia de la fe en Dios y su conocimiento, es decir, los medios para aumentarla y hacerla más viva. O, al menos, eso se ha tratado. A través del Santo Padre Benedicto XVI, hoy Papa emérito, y continuado por su sucesor, el Papa Francisco, se invitó a vivir un Año de la Fe, en que esta virtud teologal fuera la protagonista. ¿El motivo? Un aniversario: los cincuenta años de la celebración de lo que fue un fuerte soplo del Espíritu Santo en el siglo XX y especialmente en la Iglesia Católica: el Concilio Vaticano II. Y este tiempo de gracia llega ahora a su fin: el domingo 24 de noviembre, en que se celebra la fiesta de Cristo Rey, se clausura oficialmente.

Pero, ¿termina realmente? En un sentido sí. Pero en otro sigue abierto, pues los protagonistas siguen siéndolo –los creyentes-, y algunos de forma privilegiada. Si pensamos en la manera en que la mayoría de nosotros hemos recibido la fe en Dios, se nos presenta la figura de nuestra madre, o la de quien asumió el papel maternal de transmitirnos el amor a Quien nos regaló el don de la vida, y, sobre todo el de la vida eterna: la salvación. Muchas veces ella ha guiado nuestras pequeñas manos para hacer una señal de la cruz o para juntarlas y rezar o tirarle un beso a una imagen que nos recuerda a Jesús o a sus santos. Y es la que ha estado a nuestro lado en esos momentos duros, en que todo parecía sin salida, para, precisamente con sus gestos de apoyo, manifestar que “el amor es más fuerte”. La fe, que es principalmente confianza y fiarse de quien nos demuestra su amor, la hemos vivido en primera persona con y a través de las madres.

En otro plano, pero igualmente válido, desempeña María, la Madre de Jesús, esa misión maternal desde el momento en que su Hijo en la cruz nos la entregó como Madre. Igual que a los pastores que fueron a la cueva de Belén les mostró al recién nacido, al Mesías de la promesa, de la misma manera muestra al Salvador a todos sus nuevos hijos: nosotros. Y puede desempeñar la misión de mostrarnos y darnos a Jesús porque es la “Madre de los creyentes”, pues primero creyó, como le dijera Isabel: “dichosa tú que has creído” (Lc 1, 45). Citando a San Agustín, también nuestro patrono Tomás de Aquino resalta en ella su fe por encima del hecho de haber sido elegida para ser la Madre de Dios: “De donde dice Agustín en el libro De virginitate: María es más dichosa recibiendo la fe de Cristo que concibiendo la carne de Cristo. Y además añade: Nada aprovecharía a María la unión materna si no llevase con mayor felicidad a Cristo en el corazón que en el cuerpo” (Suma Teológica, III, q. 30, a. 1).

Por eso que es doblemente significativo vivir estos últimos días del Año de la Fe, no para terminarlo sino para continuarlo de otra manera, de la mano de la Madre, en el mes que le está consagrado, el de María. La Madre de los creyentes, rodeada del amor de sus hijos, nos muestra al fruto bendito de su vientre, nos enseña a amarle, y está a nuestro lado, pase lo que pase.

Nos unimos a la misma súplica que elevó el Papa el final de su encíclica sobre la fe:

“¡Madre, ayuda nuestra fe!

Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.

Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.

Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.

Ayúdanos a fiarnos plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.

Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.

Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.

Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino” (Papa Francisco).

 

Esther Gómez

Centro de Estudios Tomistas