manos abiertas

Guerra o paz, odio o amor: la sombra de una madre

Necesitamos el amor materno para aprender a amar a lejanos y prójimos y frenar el odio

Vivimos en un clima de incertidumbre, por los debates políticos internos, pero especialmente de susto y temor por la ola de terrorismo que ha azotado Centro Europa, en concreto Francia. Sin embargo, es sólo el eco de una bomba de relojería que de manera puntual y sistemática explota en Medio Oriente y que nos ha mal acostumbrado a muchos muertos.

Desde ahí emerge la voz del Papa: “Cuando todo el mundo, como hoy, está en guerra, es una guerra mundial por partes, no hay justificación. Y Dios llora. Jesús llora”. Y nos preguntamos cómo es posible que unas personas maten a otras de esa manera. ¿Acaso no hemos aprendido la lección como humanidad después del siglo XX? ¿O es que cada uno ha de aprender a hacer uso de su libertad como si partiera de cero?

Sí es verdad que cada uno debe aprender a hacer uso de su libertad, lo que la transforma en una asignatura irrenunciable de la educación, sobre todo entre los más pequeños, pero no es tan cierto que partamos de cero en ese aprendizaje, pues nacemos dentro de una historia, una cultura, una familia, de las que recibimos una herencia.

En efecto, aprendemos unos de otros, sobre todo de los más cercanos, de tal manera que lo que vemos en otros tendemos a repetirlo hasta hacerlo nuestro. Todo esto nos remite a nuestro origen, a aquellos de los que hemos recibido la vida natural, valores, maneras de ver la vida y de comportarnos. Y en la mayor parte de los casos, de quienes hemos aprendido a amar hasta dar lo mejor de sí a los otros… o de quienes hemos aprendido a odiar.

El que ha sido amado, es capaz de amar a otros con más facilidad, el que, en cambio, ha sufrido vejaciones o no se la ha considerado, es más difícil que salga de su caparazón egoísta para buscar el bien de los otros. Amor u odio son en definitiva esas dos grandes fuerzas que rigen el destino de la humanidad, en el que, a fin de cuentas, colaboramos cada con lo que hacemos y decidimos.

Pero de estos dos sólo el amor construye porque multiplica el bien, mientras que el odio destruye y daña. Por eso es tan fundamental aprender el amor verdadero, como describe santo Tomás: “no se ama al prójimo por propia utilidad y placer, sino simplemente porque, para el prójimo, como para uno mismo, se quiere el bien, a efectos de que el amor al prójimo sea verdadero. En efecto, quien ama al prójimo por propia utilidad y placer, no ama en realidad al prójimo, sino que se ama a sí mismo” (Suma Teológica, II-IIa, q. 44, a. 7, in c). El amor generoso, desinteresado o gratuito es el que ama al otro por él mismo y no para la propia utilidad o placer. Todo lo opuesto a la lógica de estos atentados en que las personas son sólo medios para otra cosa y no se valoran como bienes.

¿Y este amor verdadero no encuentra en el de una madre por sus hijos su ejemplo más acabado? Ciertamente, la sombra materna emerge como esa figura de la que hemos recibido una mayor impronta, de la que hemos recibido una lección más cercana de amor. Y de entre todas las madres hay una que vivió hasta este amor el extremo: la Madre de Jesús, María, que es Madre de cada uno. Desde que lo acoge a su Hijo en su seno virginal, hasta que, al pie de la cruz, lo entrega como el mayor Bien para la salvación de la humanidad mientras que perdona a los que le mataban.

Ese ejemplo de amor materno es el que necesitamos hoy para aprender de nuevo a perdonar y a amar a lejanos y a prójimos, y frenar así la ola de odio y de violencia.

Esther Gómez de Pedro
Dirección de Formación e Identidad