Mobirise
html templates

Editorial

Mobirise

1 de diciembre: a marchar por México

Fernando de Buen

El próximo domingo se cumplirá un año de la toma de posesión del presidente Andrés Manuel López Obrador, nos guste o no, el que más legitimidad ha logrado en la historia reciente de México, con más de 30 millones de votos acumulados el pasado 1º de julio. En contraste con su celebración, también el 1 de diciembre se llevará a cabo en varias ciudades del país, una marcha de protesta en contra de algunas de sus decisiones enfocadas a centralizar el poder y acabar con todos y cada uno de los contrapesos que pudieran afectar a la consolidación de su proyecto político y social, incluyendo el debilitamiento del Instituto Nacional Electoral (INE), al que quiere también controlar a través de Morena, su partido político y el más productivo negocio de la presente década.

Con tres elecciones a cuestas y su pasado priista y perredista, este personaje conoce a la perfección los hilos que mueven a la política mexicana, aunque no es capaz, como lo ha demostrado en sus mañaneras, de entender la diferencia entre un millón y diez mil millones, lo que eventualmente afectará a la visión macroeconómica de México.

Su aplastante victoria electoral llegó acompañada de un regalo que le está permitiendo consolidar su autocracia y terminar de minar la ya casi nula resistencia en el equilibrio de los poderes de gobierno: un Congreso que le obedece ciegamente y que valida todos y cada uno de sus caprichos, sin importar si en su cumplimiento se pasa por el arco del triunfo a la Constitución. Esta camarilla —que no cámara— está conformada por una mayoría de rémoras políticas que, ante el fracaso de sus propios partidos, han encontrado cabida en Morena, donde ya ejercen el poder y la toma de decisiones, anteponiendo siempre su lealtad al presidente sobre los intereses del país, un mal que ha aquejado a México desde las siete décadas del infumable PRI.

A la larga lista de decisiones presidenciales —controvertidas unas, absurdas otras—, se han sumado recientemente algunas que demuestran su completa falta de respeto por las responsabilidades civiles de su investidura, al haber obligado al Congreso a elegir presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, CNDH, a una dirigente de su partido político, María del Rosario Piedra Ibarra quien, como todos sabemos, estaba legalmente impedida para hacerlo. Un acto deleznable de prepotencia.

A eso habría que sumarle el nulo crecimiento económico, ya en la línea de la recesión, la cancelación de importantísimos proyectos de infraestructura, sociales y de salud, tan solo por el imperdonable pecado de haber sido implantados en otros sexenios; su activo papel anticonstitucional como líder religioso y su ejército de periodistas chayoteros, a quienes les paga con puestos en el gobierno, programas de radio y televisión, seguramente con pagos adicionales por debajo del agua a través de Morena, a cambio de facturas chocolatas.

Además, ya circula en los pasillos de las cámaras de diputados y senadores un proyecto de ley que pretende cambiar el reglamento del INE, destituyendo al actual presidente Lorenzo Córdoba y forzando al nombramiento de uno afín al ideario de la Cuarta Transformación. La aprobación de dicha ley y sus consecuencias acabarían con el último bastión capaz de proteger a la democracia mexicana de una inevitable manipulación de los comicios de 2021, como precedente de un muy probable proyecto dictatorial, que dejará de ver con malos ojos la hoy incómoda frase: «Sufragio efectivo, no reelección». De no lograr su permanencia en el poder, López Obrador podría intentar establecer un maximato y seguir manejando los hilos del país, controlando a quien lo suceda en la presidencia.

Está claro que el pueblo —bueno y malo, de acuerdo con las polarizadas expresiones de AMLO—, ya no ve al mesiánico salvador del país con los mismos ojos con los que lo miraba en julio pasado. Desde aquel impactante nivel de popularidad por arriba del 80%, aún no cumple un año y sus números han descendido dramáticamente; al momento de rendir su primer Informe de Gobierno, lo hizo con un 61.8%, ocho puntos por debajo de Carlos Salinas de Gortari y cuatro por debajo de Felipe Calderón Hinojosa, y con números similares a los de Vicente Fox Quesada, en el mismo lapso presidencial. Lejos de mejorar, su aprobación sigue en descenso y, de acuerdo con Consulta Mitofsky, al 15 de noviembre, ya se encontraba en 58.1% (58.7% según El Universal).

Ante la imposibilidad de esperar que el Congreso haga algo para contrarrestar las cuestionables decisiones del presidente, solo nos queda a nosotros alzar la voz y hacernos escuchar en Palacio Nacional, con la misma fuerza y unidad que han mostrado nuestros hermanos latinoamericanos en Chile, Bolivia y Venezuela.

Cabe aclarar que las protestas chilenas son de la izquierda, mientras que en Bolivia parece dominar la derecha y, en Venezuela, simplemente protestan todos. Si en México consiguiéramos solidarizarnos en contra de la tiranía presidencial, aunque es casi imposible esperar una renuncia del jefe de Estado, al menos haríamos valer nuestra voz y la exigencia de que el gobierno actúe acatando las leyes que tanto desprecia. Como mexicano, respeto la decisión de la mayoría de julio pasado y no pretendo en ninguna circunstancia un derrocamiento, pues el daño al país sería mayúsculo. Sí exijo, en cambio, un respeto irrestricto a nuestra Constitución Política.

Hagamos valer nuestra voz haciendo un esfuerzo similar al de aquella Marcha por la Paz del 1 de septiembre de 2008, que puso a temblar al propio AMLO cuando era jefe de gobierno del entonces Distrito Federal. Ya se han organizado algunas manifestaciones a través del país, pero no han tenido ni remotamente la fuerza de aquella caminata blanca por el Paseo de la Reforma. Ya es tiempo de gritar, de ofrecer resistencia pacífica y de demostrar que como mexicanos, no estamos dispuestos al regreso de las siete décadas de la «dictadura perfecta», que atinadamente definió Mario Vargas Llosa.

Marchemos. Marchemos todos. Es por México.

fdebuen@par7.mx