sábado, 9 de septiembre de 2017

LA MUJER DE LOS MIL NOMBRES


LA PANZA DEL RÍO

–El río tiene muchas panzas…
Eso dice mi abuelo y se detiene junto a una piedra grande de la orilla, y mirando el centro de la poza, añade:
–Y eso que ves allá, es la boca del río.
Yo no veo ninguna boca en ese lugar. Sólo veo un montón de espuma blanca que gira sin cesar en medio de dos piedras medianas, nube arrancada del cielo bañándose en agua líquida.
Lanzo el anzuelo al centro mismo de la espuma.
–¡Cuidado! –dice el abuelo–. ¡Puede enganchar y adiós anzuelo!
Jalo el dedal rápidamente y pesco una ojota de niño.
¿Qué hacía allí una ojota de niño?
–La has sacado de la garganta del río –me explica el abuelo–. El río también sabe atragantarse. ¿Escuchas ese glu-glu-glú en lo más hondo de lo profundo? La garganta del río suena de ese modo cuando hace gárgaras con agua helada.
Detengo la respiración y trato de atrapar con el oído el sonido del agua deslizándose por una garganta estrecha. No escucho nada: solo el ruido de las cataratas río abajo y río arriba y, junto a mis pies, el latigazo del agua cuando se estrella contra las piedras.

Mi abuelo sabe muchas cosas acerca del río. Estuvo a punto de morir cuando, de muchacho, cruzaba a caballo un cauce cubierto de agua turbia hasta los bordes. Llama boca del río a ese hueco negro que se oculta debajo de la espuma blanca. La garganta del río es el remolino. De esa trampa que chupa todo lo que viene flotando se alejan los peces y los patos. Y los pescadores. Debajo de ese remolino está la panza del río.
Es grande la panza del río, eso dice mi abuelo. Un bolsón oscuro, en forma de alforja, que guarda cosas que uno ni sospecha: los huesos de un caballo, las alas de un pájaro, una bolsa de plástico que en otro tiempo perteneció a un pastor de ovejas, una lata de atún, una naranja fresca, la cola de un toro bravo y vaya, vaya, hasta el tronco calato de una qeñua. Un tronco, aunque calato, no sabe nadar para escapar de la boca del río, tampoco tiene ojos para ver por dónde transita.
–Vamos –dice el abuelo.
Y vamos río abajo, lanzando el anzuelo aquí y acullá.
El abuelo saca truchas pequeñas y truchas medianas y también una trucha grande, del tamaño de un bebé. Es una trucha vivaz y resbalosa y se mueve sobre la arena como si estuviera hecha de puro músculo. El abuelo se alegra y la contempla.
–Debe ser la trucha más grande de este río –dice.
El pescado del abuelo no me causa alegría. Permanezco callado recordando la ojota que liberé de las aguas porque mi pensamiento ha quedado allá arriba, atrapado por la garganta del río. Quizás en la panza de ese río también haya un niño muerto y el abuelo no me lo ha dicho.

Visto de cerca, es ruidoso y ancho el río; visto de lejos, tripa azul tendida en medio de dos colinas, durmiendo el sueño de siglos, cual serpiente, mientras digiere lentamente todo lo que ha tragado.

***

LA RESPUESTA DE RODOLFO

Fuimos a reparar el camino principal para que los viajeros se llevaran una buena imagen de nuestro pueblo. Betorino estuvo en mi grupo, contando todo el día chistes colorados para regocijo de la gente. Esta vez el punto de sus bromas fue Rodolfo Mendoza, El Flaco.
–Oye, Rodolfo –le decía Betorino–, no creo que pases agosto. En agosto se mueren los animales flacos.
Los comuneros aumentaban frases graciosas y se carcajeaban. Rodolfo permanecía callado, aunque… de los callados son de quienes tendremos que cuidarnos de ahora en adelante.
Tapábamos los huecos con tierra y grama, a veces con piedras, para que las acémilas transitaran sin bache.
Betorino continuaba lanzando rocas por la boca.
–Oye, Rodolfo –decía–, deberías tomar ese remedio que les dan a las vacas flacas. Puede ser que todavía recuperes algo de cuerpo.
El Flaco no respondía. Sería porque Betorino, su rival,  tenía la contextura de un toro de seis años.
Colocábamos piedras labradas sobre el fango, en orden, dirigidos por el mismo presidente de la comunidad.
–Oye, Flaco, ¿es cierto que andas detrás de Rosa María? Es por gusto, Rodolfo, con ella no vas a poder. ¿Acaso es fácil? ¡Te vas a desmayar, papay, cuando subas a semejante cerro! Pero, pensándolo bien, calculando en frío, para eso estoy yo. Solo tienes que avisarme para que me haga cargo de la faena…
Rodolfo lanzó el pico a un lado. Comenzó a remangarse la chompa. Leí en sus ojos la declaratoria de guerra.
“Habrá pelea”, pensé. “Pobre Flaco. Betorino le hará aullar como a perro”.
El presidente de la comunidad le tomó del brazo.
–No le hagas caso –le dijo–. Betorino es hablador nomás…
Y levantando la voz, exclamó:
–¡Mucha broma, señoritos! ¡A trabajar se ha dicho!
Todos nos pusimos a la obra; la palabra del presidente era ley.

La historia no termina aquí.
Al final de la faena, en la tarde, nos sentamos en el borde del camino principal. Las autoridades repartían coca, cañazo y cigarrillos. Betorino fumaba con estilo, con una pierna montada sobre la otra, haciendo bailar sus botas de caucho mientras echaba al viento bocanadas de humo.
–Oye, Rodolfo –dijo de pronto–, ayer he mirado en el río, bañándose sin ropa, a tu adorada Rosa María. La bandida ya está en edad de graduarse... ¿Y sabes, flaquito? Esta misma noche ella se dormirá en mi cama…
“Edad de graduarse” es una frase que suele decirse en voz baja en los pueblos de los Andes. Dicen, por ejemplo: El Killinchu está en edad de graduarse (de caballo manso). El abuelo ya está en edad de graduarse (de difunto). Rosa María ya está en edad de graduarse (eso lo dejamos a tu imaginación).
El comunero Rodolfo Mendoza, ya chispo, se puso de pie. Todos volteamos hacia ese lado.
–El Flaco le va a patear –comenté.
–No creo –dijo José–. Le escupirá.
Ni lo uno ni lo otro. El Flaco hizo algo peor: soltó un cigarrillo encendido dentro de una de las botas del bromista.
Ahí nomás Betorino lanzó un alarido y se paró de un salto. Desesperado, intentó sacarse la bota. Como no resultó, comenzó a dar mejores saltos que el danzaq de Andamarka, golpeando el talón a las piedras, pateando muros con el pie agredido. En vano. Después se sentó sobre la grama y, cerrando los ojos, comenzó a echar tierra mojada dentro del calzado para que le calmara la quemazón. La gente, mientras tanto, se atoraba con coca de tanto reír. Únicamente taita Mariano calculó la magnitud de la desgracia, quizás recordando alguna mala experiencia, y se le acercó, llenándole la bota con su pichi. Sólo entonces Betorino abrió los ojos, gracias, tayta, dijo y se limpió las lágrimas con la chompa.
Betorino nunca volvió a bromear.

***

LA MUJER DE LOS MIL NOMBRES

Vacía de gente, de animales y de árboles. Así se encontraba la puna la tarde en que tú, Felipe, llegaste a Negromayo conduciendo un viejo automóvil, aunque –valgan verdades– todas las tardes la cordillera tiene esa misma expresión: de cerca se ven pampas peladas y desiertas y a lo lejos cerros de color cenizo que sostienen, como pilares formidables, un techo inmenso cubierto de nubes viajeras. En esa geografía exenta de vegetación, el ichu es la única planta que sobrevive muriéndose de frío y de sed. Nadie ha visto árboles en la nuca del mundo, ni ahora ni antes, porque allí nunca existieron, pero tú, Felipe, esa tarde viste en el horizonte un extraño arbolito plantado en la orilla de la carretera. Sobrecogido por esa extraña aparición (viajabas solo), detuviste el automóvil al borde de la carretera con el fin de definir la forma y el tamaño de la silueta. Eso no podía ser verdad. O te engañaban tus ojos, o estabas viendo un fantasma. Luego continuaste la marcha porque, a fin de cuentas, ver un árbol en la puna podía ser raro pero no tanto como para detener la marcha, menos para regresar a la ciudad de donde partiste: Antabamba. Un minuto después tus temores desaparecieron y soltaste una carcajada que nadie escuchó al caer en la cuenta de que aquel árbol tenía cabellos y podía caminar, incluso levantó la mano para que te detuvieras. Era una mujer joven vestida con una falda corta.
–Llévame a Nasca –te ordenó.
–Voy solo hasta Puquio...
–No importa. Llévame hasta Puquio.
–Sube – dijiste, antes de partir por una carretera cubierta de arcilla encendida.
Era una muchacha rubia de aproximadamente veinte años de edad, cuya presencia agitó el tono de tu respiración, elevando la temperatura del aire frío que te había acompañado desde que ascendiste a la cordillera. La miraste de reojo. No se trataba de una joven kechwa porque no llevaba a la espalda el mantón o liklla multicolor con que las lugareñas se cubren cuando bajan a la ciudad. Era más bien una joven citadina pero, extraña viajera, no cargaba mochila o maletín, ni siquiera alguna frazada que le cubra las rodillas desnudas. Le preguntaste qué hacía sola en un despoblado de la puna, con tanto frío, sin poncho y casaca.
–Un bus me abandonó aquí –dijo.
–¡Bestia! –murmuraste.
–¿Bestia?
Ella había adivinado algo que murmuraste sólo para ti, así que te viste en la urgencia de aclarar:
–Algunos choferes son unas bestias… abandonan a los pasajeros en las carreteras.
–Fue mi culpa –aclaró ella–. Los pasajeros bajamos a orinar. Cerca no había piedras, así que me alejé porque no me gusta que los hombres me miren cuando me bajo el pantalón… Cuando regresé, el bus ya no estaba.
Por segunda vez la miraste de reojo. Era bonita, quizás bella, aunque no podías verle claramente el rostro porque ya empezaba a oscurecer.
–Me llamo Felipe.
–Alicia…
Tenía dulce la voz, a la vez dominante, como las cordilleranas. Dijo vivir en un pueblo llamado San Pablo, cerca de las Líneas de Nasca, y tú le contaste que enseñabas Literatura en Antabamba, en un colegio levantado en las mismas espaldas de ese caimán dormido que es Apurímaq. Ella te contó que en San Pablo, en las noches, el ánima de un antiguo guardián de naranjas llamado Papalima silbaba tonadas impregnadas de melancolía en la orilla de una laguna rodeada de viejos warangos…
–Los aparecidos no existen, Alicia. Es el viento que silba al enredarse con las hojas de los árboles o al estrellarse contra los riscos.
–Los aparecidos son también seres que hablan y sufren –dijo ella–, como tú, como yo.
–¿No serás uno de ellos?
Ella se agachó, de eso te diste clara cuenta, y desde ese momento no dijo una palabra más.

Arribaste a Puquio a las ocho de la noche, y Alicia cenó contigo en el único restaurante que vendía truchas de Larcay. Sólo entonces, Felipe, bajo los focos redondos del local te concentraste en los ojos de gato montés de aquella muchacha y sentiste un dolor agradable debajo de los riñones, y te arrepentiste de haberte casado muy joven sin esperar la feliz tarde en que hallarías, varada en la carretera, a la mujer más bella que viste jamás. Y te olvidaste de tu casa, y te olvidaste de tus hijos, y te olvidaste del mundo, y dictaste tu sentencia final:
–Te llevaré hasta Nasca, Alicia.
Ella ya sabía lo que tenías que decir, por eso reaccionó fríamente, pero te regaló una sonrisa que despertó un pájaro de fuego en alguna parte de tu cuerpo.
Partieron media hora después.
Navegabas feliz en tu pequeño automóvil al lado de una joven que, sospechabas ya, muy pocos tuvieron la suerte de conocerla. Serías todo esta noche hasta que sus labios pronunciaran la palabra “sí”, y llegando a Nasca tomarías pisco con limón hasta olvidar tu nombre, hasta que del mundo existente solo quedaran cenizas. Fuiste chistoso y amigable, como el pájaro feliz que le canta huainos al viento de la cordillera, y, sin haber bebido pisco, te embriagaste en el camino con el perfume que brotaba por torrentes de los cabellos de aquella muchacha.
Nunca llegaste a Nasca. Aquella noche, después de la medianoche, el automóvil que conducías se encontró en una curva de la bajada con la sombra de una montaña gigante, un camión de doble eje que te hizo rodar por una ladera empinada. Al día siguiente encontraron tu cadáver tendido en medio de flores amarillas y los policías escribieron en el acta que el accidente se produjo a causa de la borrachera. El cadáver de Alicia nunca fue encontrado.

***

Felipe: no solo tú has muerto por ella.
Muchos años después, una noche, mientras conducía un camión cargado de papas, encontré en la carretera de Yauriwiri a una joven mujer de cabellos negros que dijo llamarse Juana. Vestía pollera corta de varios colores y chaqueta roja que se hundía debajo de un manto verde. Se hallaba parada en la orilla de la autopista, bajo una nieve que había cubierto por completo las piedras y los ichus.
–Llévame a Nasca –me ordenó.
Media hora después supe que era soltera y tenía mi edad: veinte años. En el trayecto se enteró que yo venía de Andahuaylas y se interesó en mi pueblo cuando le conté la historia de un perro guitarrista que se sentaba en la plaza, en las tardes, para rascarse las costillas hasta el agotamiento.
–Se llamaba ‘Chapu’ –dije–. Tenía rasca-rasca.
Ella se rió con una risa destinada a quebrar los cristales de nieve que cubrían la puna y me contó que cerca de la casa de su abuela, en Yauriwiri, las lagartijas de edad avanzada tenían la propiedad de transformarse en piedras y no morir nunca jamás, permaneciendo como tales bajo las nieves o bajo tierra para regresar en forma de lagartijas cinco siglos después.
Congeniamos de inmediato. Le propuse llevarla a mi pueblo para que bailara carnavales en la pampa de Cheqche y cabalgara vestida de luciérnaga en los caballos de Pampachiri. Ella estuvo de acuerdo con mi oferta y prometió llevarme a la casa de su abuela para que conociera guanacos solitarios.
Si no continuamos haciéndonos promesas fue porque de pronto nos encontramos con las luces de Puquio y nos detuvimos en la esquina de Acuario donde le propuse tomar mate caliente de arrayán. Ella prefirió llevarme a un restaurante donde vendían picante de yuyo con mucho ají.
Era bella. Tenía la piel tersa de venado silvestre y ojos de noche profunda. Una muchacha de sus características no podía ser de este siglo ni podía permanecer soltera por mucho tiempo. Sin dudarlo, me sentí su pretendiente y me propuse cortejarla durante el viaje.
Esa noche en Pampa Galeras no había nieve ni lluvia, solo viento. Enfrente, en la otra pampa, nevaba.
–Los Apus han sectorizado la nieve –dije.
Ella celebró mis palabras y me pidió que detuviera el camión porque quería contemplar los millones de foquitos que parpadeaban allá arriba.
–El viento silba raro esta noche –dije sentándome en una piedra, en medio de los ichus.
–No es el silbido del viento –dijo ella–. Lo que sucede es que allá, detrás de los cerros, hay amarus que en las noches salen a la orilla de las lagunas a silbar huainos de otros siglos y el sonido de ese silbido viaja montado en ese potro salvaje y veloz que es el viento de la cordillera.
Admiré su inteligencia, pero le hice notar mis dudas acerca de la existencia de los amarus y le pregunté si al hablar de ellos trataba de burlarse de mí. Comprendí luego que ella creía realmente en esos seres de la mitología andina.
–Conozco un amaru que tiene la forma de vicuña –dijo–. Duerme en la orilla de la laguna de Wankaqucha, sobre una piedra que fue pulida por las manos del viento. De su nariz de recién nacida salen montoncitos de nieve blanca que demora años en derretirse. Es el amaru más apacible que existió desde el comienzo de los siglos.
Eso de “amaru apacible” me llamó la atención. Le pregunté si existían también amarus malgeniados. Dijo que, efectivamente, el amaru que causaba los relámpagos era una serpiente de plata con anillos oscuros a lo largo de su lomo.
–En las tardes, antes de la tormenta, sube a las nubes con un lento aleteo. Tiene la mala costumbre de alimentarse de animales y de hombres.
No recuerdo cuánto tiempo estuvimos allí, conversando.
El olor que te embriagó a ti, Felipe, me embriagó también a mí esa noche. El aire empezó a calentarse, mi cuerpo también, y después entre ella y yo sucedió algo que no contaré aquí porque los niños también leerán mi historia y no me parece correcto que a tan temprana edad se enteren de las cosas que un chofer de camión y una andina hacemos en medio de los ichus. Contaré, eso sí, que después le ofrecí todo lo que se podía ofrecer, hasta mi carro, porque sus entrañas de mujer me llamaban constantemente para absorberme. Y no me avergüenzo hoy de contarte una gran verdad: no solo le ofrecí matrimonio, Felipe: le di mi vida. Porque esa madrugada el camión que yo conducía cayó a un profundo abismo en una curva de la bajada de Nasca. Las gentes recogieron mi cadáver pensando que el accidente se produjo a causa del sueño que origina el cambio de clima de esa bajada. El cadáver de Juana nunca apareció.

***

Alicia o Juana, ahora llamada María, fue vista la semana pasada en la madrugada por un ingeniero solitario a la salida de Nasca, en la ruta que va a Puquio. Ella levantó la mano desde la orilla de la carretera pero el chofer desistió de llevarla porque en el momento en que se detenía se acordó de la novia que le esperaba en el pueblo de Lukanas. Cuando la muchacha corrió tras la camioneta, el ingeniero vio claramente su rostro inconfundible y sintió un terrible dolor en el pecho por no haberla conocido antes. Sin embargo, no pudo percibir el olor embriagador que despedía aquel cuerpo irresistible porque esa noche el viento soplaba en sentido contrario.
Atrás quedó la ciudad envuelta por el perfume que emborracha a los choferes; arriba desapareció la camioneta dribleando como una sierpe envuelta en luz por las cien curvas de la cuesta.

***

Esta noche ella ha subido a un ómnibus en la bajada de Puquio. Viaja sentada al costado del chofer y canta en voz baja. El conductor se ha enamorado de su voz de viento y no deja de mirarla, descuidando incluso su trabajo. Cuando lleguen a Puquio él admirará bajo las luces del restaurante su belleza de andina y sentirá en la boca del estómago el aleteo del pez serpiente y ardientemente deseará volver a la adolescencia sólo para escogerla como su esposa, pero no sabrá que él ya fue escogido por ella para que sea su siguiente víctima.

Afuera los ichus tiritan de frío en la cordillera, pero dentro del ómnibus los cuarenta y tres pasajeros se bañan en vapor de agua por el aire caliente que proviene de las oscuras hendiduras de lo desconocido. Unos duermen como niños recién bañados, otros escuchan huainos y toriles. Nadie sospecha que a la medianoche, en el preciso instante en que canten los pukupukus, en la bajada de Nasca el ómnibus caerá a un profundo abismo. Muchos morirán. El chofer también morirá y se sumará, sin saberlo, a los treinta y cuatro choferes que sucumbimos en las curvas de esa bajada por la andina de ojos de gato montés y piel de venado, cuya belleza arrastró al precipicio a muchos viajeros desde la existencia de la carretera Puquio-Nasca. Ella no morirá nunca. Es la mujer de los mil nombres que mañana te esperará en alguna carretera para llevarte al último paradero de la vida.

***

PUENTE, YO…

Mi hermano y yo llegamos una tarde al bosque de Llamaqa con el fin de cosechar tunas. En Llamaqa están las tunas más deliciosas y hermosas de la provincia y se pueden hallar muchas variedades de esta fruta: blancas, rojas y moradas.
El primer día encontramos en el bosque cientos de comunidades de hormigas rojas. En busca de alimentos, las hormigas viajan más de cien metros, quizás doscientos, distancia insignificante para nosotros los humanos pero que equivale a muchos kilómetros para ellas. En su marcha dejaban atrás cercos, palizadas, caminos de escarabajos, raíces prominentes de cabuyas azules. Estas inventoras de la fila cortaban de un solo tajo las hojas de los árboles y bajaban despacio, siguiendo los tallos, cargando al hombro con fuerza descomunal unas hojas más grandes que sus cuerpos. Era un ejército bien organizado y disciplinado que marchaba, firme, en los andenes cubiertos de pasto. Sólo faltaba que alguien tocara corneta y tambor para que el desfile fuese auténtico. Ninguna salía de la fila, ninguna permanecía desocupada.
Las hormigas rojas son, por naturaleza, grandes taladoras. Yo me pregunto qué sería del Amazonas si estos bichos tuvieran el tamaño de los elefantes. Seguramente cortarían de raíz los troncos de los eucaliptos para cargarlos a sus madrigueras, que no serían pequeños orificios perdidos en las rocas sino inmensos túneles que atravesarían el corazón de los Andes…
De tanto mirarlas y de tanto pensar en ellas, esa noche soñé que yo también era una hormiga roja y probé las hojas de altos molles, que eran un suave manjar para mis mandíbulas. Las hojas se defienden de las plagas desprendiendo unas sustancias semejantes a las hormonas, pero nada podían hacer contra mis potentes tijeras. En un lenguaje ajeno al nuestro, lanzaban gritos desesperados cuando yo las cortaba en pedacitos. ¿Y hablaban las hormigas? No. Los individuos de mi comunidad no sabían lengua alguna, así que mi kechwa no me era útil. Nuestra comunicación se reducía a un lenguaje de salivas dejadas en el suelo, cuya lectura era para mí más difícil que descifrar los antiguos kipus. Claro que era fascinante ser parte de una comunidad tan organizada y vivir en profundas y amplias galerías, pero después me enteré que mi vida peligraba, cosa desagradable para cualquiera. La muerte de nosotros los machos estaba anunciada para el día del primer apareamiento. Felizmente al día siguiente, al despertar en la cama improvisada de la cueva donde nos alojamos mi hermano y yo, descubrí que yo no era hormiga por ningún lado y me alegré muchísimo de no ser, en verdad, un insecto con antenas de marciano y cuerpo de guitarra.

Hacendosas y ordenadas, las hormigas me parecieron simpáticas y dignas de imitar en las labores cotidianas. Los problemas comenzaron al día siguiente cuando las hormigas negras vaciaron la olla de arroz que dejamos para el almuerzo. Las hormigas negras tienen la mala costumbre de robar comida. Recuerdo muy bien la cara que puso mi hermano cuando en la tarde, al regresar cansados con nuestro canasto de tunas, encontramos en la cueva a un millar de hormigas negras cargando al hombro el arroz que dejamos en la olla de metal sobre la cocina de piedras. Miles de puntitos negros se movían de un lugar a otro cargando puntitos blancos, emocionados con el botín. Las seguí. Era un verdadero ejército de soldados silenciosos que se detenían unos segundos junto a las tunas rojas amontonadas al pie de un molle. Para cruzar la corriente de escasas aguas, utilizaban como puente a un tronco seco de molle tendido sobre una acequia de aguas turbias. Por supuesto, la pesada broma me hizo idear terribles venganzas. Para castigarlas por dejarnos sin almuerzo –y también motivado por mi instinto destructor– levanté el tronco-puente y lo arrojé lejos para que los bichos no volvieran jamás a sus túneles. Las hormigas se asustaron y se agruparon en la orilla de la acequia. Eran menos agresivas que las hormigas rojas, pues cuando las tocaba con mi dedo huían asustadas del índice agresor. Otras tentaban con las antenas las corrientes de agua y retrocedían temerosas. Allí se quedaron con su cargamento, buscando el puente que las llevara hasta su subterránea ciudad, mientras yo partía con mi pallana y mi canasta de carrizo en busca de tunas de múltiples formas.

Esa noche mi sueño con las hormigas se repitió, aunque de otro modo. En la madrugada, mientras llovía, cientos de hormigas gigantes, salidas de no se sabe qué bosques, me sacaron de la cueva y me llevaron cargando a la orilla de la acequia, allí donde las dejé sin su puente. Lancé gritos que nadie escuchó, como solo podía hacerlo un condenado a muerte. Despedazaron cada trozo de mi carne con la habilidad de los cirujanos. Al final, colocaron mi esqueleto como si fuese un tronco blanco sobre la acequia y comenzaron a cruzarlo, desfilando firmes, con su cargamento de arroz. Claro que se trataba de una simple pesadilla, pero en este momento un sudor frío baja por mi frente cuando recuerdo aquellos terribles instantes.
Al despertar, corrí hacia la orilla de la acequia, donde las hormigas negras, reunidas por miles, continuaban buscando bajo la lluvia aquel tronco de molle que les había servido de puente durante muchas generaciones. Solo pude respirar tranquilo luego de reinstalar aquel puente que la naturaleza construyó, no se sabe hace cuánto tiempo, únicamente para que las hormigas negras pudieran cruzar aquel, para ellas, caudaloso y navegable río.

***

UN LORO LLAMADO PANCHITO

El gallo acababa de cantar por segunda vez.
–¡Rodolfo, sayariy! ¡Vamos a la chacra! ¡Ya son las tres!
–Ya, abuelo…
Rodolfo, un majtillo de cinco años, se vistió rápidamente. El cuarto estaba oscuro. Salieron a la calle.
El anciano iba adelante, despacio, estudiando cada paso con el bastón. Su nieto iba varios pasos atrás, más despacio aún, porque todavía no estaba despierto del todo. Sólo terminó de despertarse cuando tropezó con una piedra.
–¡Cuidado, Rodolfo!
–…
–¿Te golpeaste algo?
Al majtillo le dolía la rodilla. El dolor le hizo abrir bien los ojos.
–No, abuelo.
Se levantó de un salto y echó a andar. Dejó atrás al abuelo, unos treinta metros atrás. Las calles todavía estaban oscuras, pero eso no fue impedimento para que Rodolfo viera la sombra que volteó la esquina. La sombra, extraña sombra, vino de frente. Tenía la silueta de dos personas cogidas de las manos; a medida que se acercaba, cambió de forma y adquirió la contextura de una sola persona.
–Buenos días, señor –saludó el majtillo.
Era regla general en la comunidad que los niños saludaran a los mayores a varios metros de distancia.
La sombra no respondió. Siguió avanzando.
–¡Señor, buenos días! –gritó el majtillo.
La sombra llegó a su lado con pasos de persona enferma, pasó rozándole y estuvo a punto de atropellar al abuelo.
–¡So, carajo! –exclamó el anciano golpeándole con el bastón.
La sombra sacudió la cabeza y se fue a un rincón. Era un burro.
Abuelo y nieto rieron a carcajadas. Saludar a un burro, eso sí que estaba bueno. Y saludarlo dos veces, eso bien podía servir para armar un buen chiste.

Bajaron en zigzag por un camino angosto, siempre ladera abajo. Llegaron a la chacra, al fondo del valle, cuando el sol empezaba a salir.
–Este es nuestro maizal, Rodolfo…
La chacra se encontraba en un llano alegre y apacible. Las lluvias habían pintado el paisaje de un color verde oscuro. Las flores del suncho y las tunas resaltaban en esa manta verde extendida a lo largo de un valle que se perdía río arriba, río abajo. Y en el andén principal de la chacra había un espantapájaros que permanecía quieto, vestido con las ropas viejas del abuelo: casaca de cuero, sombrero de paja y un pantalón bombacho. De lejos, con sus brazos extendidos, parecía gente.
–Hay harta caña, abuelo…
–Comiendo caña vas a cuidar choclos…
–¿Cuidar choclos? ¿De qué?
–De los loros…
Rodolfo se acordó de Panchito, el loro de la casa. Panchito el carismático saludaba a los vecinos con un “buenos días” bien pronunciado, invitaba a pasar a la casa a las visitas y cada vez que tomaba chicha de jora, silbaba, reía y se volvía tan locuaz que, no es por hablar mal de nadie, de ser gente habría llegado fácilmente hasta alcalde del pueblo.
–¿Y por qué de los loros, abuelo?
–Porque son la peor plaga…
El abuelo hablaba muy mal de las perdices. Razón tenía porque estas señoras, que en los bosques andan disfrazadas de tronco seco, se entusiasman demasiado cuando sienten el olor del maíz y de la papa. Si hoy siembras maíz, en la tarde las encontrarás en los rincones de la chacra, sentadas, desenterrando los blancos granos. Si cultivas papa, cada mañana las hallarás desfilando por los surcos, buscando los primeros frutos. De semejante reputación gozan los pisjos, por tener la costumbre de organizar banquetes formidables en los sembríos de habas.
–Los loros son peores que las perdices y los pisjos…
–¿Por qué, abuelo?
El anciano se sentó en una piedra, al borde de la chacra. Dijo que uno de estos días los loros vendrían de la selva a cosechar el maizal. Las perdices comen unas cuantas papas, los pisjos comen unos pocos granos. Pero si una bandada de loros llega a un maizal, estamos hablando de una bandada compuesta de cien pares; si luego se ponen a picotear las mazorcas con hambre de quien no ha comido nada durante una semana; si, finalmente, levantan el vuelo con el buche a punto de reventar, la chacra queda en tal estado que no habrá mote y cancha el resto del año.
–Entendido, abuelo.

Entonces había que cuidar el maizal.
Todos los días, a las cuatro de la mañana, el majtillo tomaba la ulpada de la abuela, se ponía a la espalda el mantelito de fiambre y bajaba por los falderíos de los cerros silbando toriles de moda. Le gustaba sentarse en la cabecera de la chacra masticando caña. De contento, tomando aires de gente grande iba de un lado a otro por los andenes, espantando abejas y wayrungos. Si los loros aparecían del abra del sur (de ese lado aparecían siempre), subía a una piedra grande y, tronando el zurriago, gritaba:
–¡Looroooooo! ¡Loorooooo!

Los choclos se hinchaban día a día y sus cabellos verdes cambiaban a un dorado claro, signo de que maduraban.
Para no aburrirse, el majtillo trepaba a los molles que circundaban la chacra para imitar el silbido de las tuyas. Si tenía hambre, tendía su mantel al pie de la piedra grande y almorzaba picante de atajo. Los loros pasaban de rato en rato, ya hacia arriba, ya hacia abajo. Rodolfo lanzaba al cielo warakazos de insultos.
–¡Looroooooo! ¡Loorooooo!

Un día tuvo un extraño visitante. Un animal parecido a un pericote gigante, un poco más grande que un gato, se había metido a la chacra y comenzaba a comer choclos. No tenía trazas de animal peligroso. Tenía una cola grande en forma de zurriago, de su bolsillo asomaban dos cabezas de pericotes pequeños.
El majtillo quería atraparlo pero el animal se perdió. Lo siguió. Se internó en el bosque armado de waraka y piedras. Media hora recorrió andenes cubiertos de enormes sunchus buscando bajo los árboles y troncos al animal sin nombre y de extraños bolsillos. Ni huellas. Mientras tanto, en el maizal estaba a punto de empezar la comilona. Medio centenar de loros parlamentaban en los molles que bordeaban la chacra, preparándose para caer sobre los choclos. (Así es como obran los loros antes de bajar al maizal: permanecen un rato en los árboles cercanos discutiendo vaya uno a saber qué asuntos importantes). El majtillo emergió del bosque lanzando piedras en todas las direcciones.
–¡Looroooooo! ¡Looroooooo!
Los pájaros levantaron vuelo alborotados; dieron todavía una vuelta a la chacra antes de perderse quebrada abajo.
¿Y el espantapájaros?
Estaba ahí, en medio de la chacra, agitando siempre su banderola de colores, ora despacio, ora rápido, según la intensidad del viento.
Ese día comprendió Rodolfo que el espantapájaros no estaba cumpliendo cabalmente con su trabajo. Mejor dicho, había sido plenamente identificado por los loros. De nada servía su cara de malo. Mejor era destrozarlo, usar su casaca vieja para protegerse de la lluvia y su sombrero para apaciguar el sol del mediodía.
No lo destrozó. No era gente, es verdad; no hablaba y como espantapájaros ya no servía, pero era la única compañía en ese paraje solitario y lejano.
–¡Jajayllas! –dijo Rodolfo dándole una palmada en la espalda–. ¡Por lo menos servirás para espantar a los condenados!

Los loros son inteligentes. Durante algún tiempo dejaron de asediar el maizal. Comprendieron seguramente que allí había gente y que merodearlo era perder tiempo y energías. Por lo menos eso pensó el majtillo. Por eso el domingo de carnavales se quedó en el pueblo jugando en la mañana con los niños de su edad y viendo en la tarde la yunsa y la carrera de caballos. En la noche, después de que los abuelos se fueron de paseo con sus compadres, fue despertado por el sonido de las tinyas. Las quenas tejían nuevas melodías, las guitarras se quejaban en gemidos temblorosos de un dolor dulce que sentían en sus pechos de madera. Y se escuchaban canciones:

Atuqchallay atuq,
Wallpa súa atuq
Qampari quchaykipim
Suata tumpaykuwan…

Era un grupo de adultos. Pasaron por la puerta, coplearon en la esquina, se alejaron plaza abajo.
Rodolfo ya no podía conciliar el sueño. “Llegará también –pensaba– el día en que, ya grande, salga yo también de paseo a las calles como ellos… Pero eso cuándo será”. Escuchaba cruzar en las calles grupos de paseantes. Uno de ellos se acercaba a la puerta. El tintineo de los cascabeles, el tam-tam de las tinyas y el bordoneo desafinado de las guitarras eran cada vez más claros. Y canciones de chiquillas.
Rodolfo se sentó en la cama, su corazón de niño vibraba de emoción. Se vistió y se puso el poncho. Sacó la cabeza por la puerta. Era un grupo de adolescentes. Con ellos se hundió en la noche.
Llovía. Eso qué importaba. Le pintaron el rostro con vaya uno a saber qué olorosos polvos y de chalina le pusieron cintas de papel que parecían serpentinas. Había que bailar y cantar, cantar y bailar hasta el amanecer. No se sabe a qué hora regresó a dormir.

La abuela le despertó casi al mediodía.
El majtillo se acordó del maizal. Bajó a la carrera. Hizo en media hora un camino que se recorría en dos. De lejos vio al espantapájaros.
–¡Ojalá algo hayas hecho!
En el último andén no había ni un choclo picoteado, qué tranquilidad. En el siguiente andén tampoco. Pero el andén principal se hallaba cosechado casi en su totalidad. Corontas aquí, corontas allá, eso era todo lo que quedaba. Y paradójicamente, alrededor del espantapájaros, en varios metros a la redonda, no se había salvado ni un choclo.
Rodolfo se desahogó echando abajo al espantapájaros.
–Felizmente un andén nomás –observó el abuelo, esa noche–. El año pasado terminaron los ocho andenes.

Una semana después, abuelo y nieto bajaron a la chacra con Panchito bajo el brazo. Llevaban también un chaleco y un pantalón pequeñitos, como si fuera para vestir a un muñeco.
–¿Para qué es eso, abuelo?
–Ya verás, ya verás…
Encontraron en el camino al animal sin nombre que llevaba a sus crías en el bolsillo. Asomó la cabeza por encima de unos troncos.
–¡Pericote, abuelo!
–Se llama Jarachupa… También le gustan los choclos…
–Jara… chupa… (cola de cuero) ja, ja, ja…
Subieron después a la loma más grande, desde donde se podía dominar todo el valle. Solo entonces comprendió Rodolfo el objeto de las vestimentas, cuando el anciano vistió con ellas a Panchito.
La bandada de loros no tardó en aparecer. Cuando pasaba sobre sus cabezas, soltaron a Panchito.
–Ahora van a ver esos maldecidos –dijo el abuelo.
Panchito, al sentirse libre, agitó las alas y se dirigió hacia sus congéneres. Los otros loros, al notar su presencia, chillaron terriblemente y enfilaron el vuelo hacia los falderíos, precipitándose sobre los molles así como se precipitan los objetos arrojados con fuerza.
–Ellos creen que Panchito es gente –dijo el abuelo, riéndose.
Segundos después, al notar que Panchito se posaba junto a ellos, los loros alzaron vuelo y se dirigieron hacia el abra del norte. Sus chillidos rebotaban en los barrancos.
–Panchito está decidido a darles alcance –dijo el abuelo–, pero los otros loros han jurado no dejarse alcanzar nunca.
De los molles y maizales del valle surgieron como enjambres otras bandadas de loros, unas más numerosas que las otras, y se unieron a la bandada que escapaba. Desaparecieron en el abra, disparados, multiplicando el eco de sus griteríos.
–Se dirigen a la selva –dijo el abuelo–. No van a llegar todos a su destino. Los tembleques, cuando ya no les queden fuerzas para mantener las alas en su sitio, se quedarán en el camino. Panchito volverá mañana, es su trabajo desde que llegó a la casa…

***

LA ESPERA

Cuando tú le hablaste de amores por primera vez, ella tenía quince años y estudiaba en un colegio del pueblo vecino. En ese tiempo no era ciega, tampoco sabía de amores. Tal vez sabía de sueños pero eran otros sueños. Tiempo después, al terminar la secundaria, te fuiste a la ciudad con el fin de seguir una carrera. En la agencia ella apretó tus manos.
–Te esperaré –te dijo.
Tú le dejaste un retrato.
Era abril. Y era primavera en los Andes, ¡plena primavera! Había fiesta de colores y aromas en todas partes. En la cordillera el ichu reverdecía, en las quebradas interandinas el suncho se abría al viento, y en las extensas llanuras la papa batía, coqueta, sus flores cárdenas.

Te esperaré.
Estas palabras te acompañaron en el camino. ¿Ella cumpliría su promesa? No podías estar seguro. Sabías que la promesa de una adolescente no dura más de un día. En cuanto a ti, estabas seguro de regresar por ella, vivo o en otro estado, y por eso volviste la misma noche de tu partida, pero en sueños, para darle la noticia de tu muerte. Ella estaba lejos de pensar en decesos, y por eso se alegró al verte nuevamente y se colgó de tu cuello y te abrazó con la fuerza de su amor. Tú querías contarle la verdad, decirle que por el camino grande hubo un accidente que te dejó sin una gota de aliento, pero no tuviste valor. Le hablaste más bien de los toros bravos de Qoñani y de las truchas arcoiris del Chicha, y de los amarus del Qarwarasu y de los pumas de Chillcayoq. Ella estuvo risueña en todo momento. Te habló de la primavera en flor, que es breve, canción de un solo día, y de las manzanas que se pudren, a veces, antes de quebrarse en el dulce aprieto de un mordisco. Hablaron toda la noche de los zorros de Tintay y de los bosques de Pauqaray sin que ella presintiera en la palidez de tu rostro la noticia que te trajo de regreso. Pero cuando amaneció, temiendo que se despertara antes de conocer la nueva, te armaste de valor y le soltaste la dolorosa verdad.
–He muerto, mujer, en un accidente que me arrastró por el abismo de los tiempos. Ya no me esperes.
Ella no estuvo de acuerdo con la noticia. Te miró con firmeza y dijo:
–¡Mentira! Tú nunca vas a morir.
Cuando, días después, la noticia de tu partida al más allá llegó al pueblo, ella sintió un verdadero dolor en el corazón y dejó caer algunas lágrimas y lo primero que hizo fue buscar tu fotografía, escondida entre las páginas de un cuaderno viejo. La quemará, pensaste. Eso no ocurrió. Contempló con una sonrisa tu imagen de adolescente, la guardó en su bolso de colegiala y tomó la decisión de quedarse sola para siempre. Eso de quedarse sola no debía ser posible. Era un capricho de juventud que, esperabas, el tiempo tendría que modificarlo. Y para no molestar la tranquila marcha de su vida, decidiste no presentarte nunca más en su sueño.

Terminó la secundaria y estudió para secretaria a pesar de que le gustaba la zoología. La soledad fue su compañera durante todo ese tiempo. Tu retrato permanecía en el escritorio de su oficina. “Es mi esposo”, decía ella a sus amigos, quienes le respondían: “Pero si es casi un niño”. Pronto su entorno se enteró que la secre amaba a un hombre que murió hace mucho tiempo. Entonces decidiste visitarla en sueños para decirle que se casara con uno de sus tantos pretendientes y se olvidara de ti porque no era nada bueno amar a alguien que ya no pertenece a este mundo. Ella no estuvo de acuerdo con tu propuesta. Tus palabras le parecieron extremadamente crueles. “Si yo hubiera muerto en vez de ti, pronto me hubieras olvidado”, te dijo y se puso triste, y su tristeza fue tan profunda que tus súplicas no sirvieron de nada.

Años después la secre se volvió ciega y dejó la oficina. Supo entonces de noches sin amaneceres y se sumergió en las tinieblas con la misma serenidad con que decidió amarte para siempre. Desde esa vez la visitas en sueños.
A ella le gusta hablar de los pájaros.
–Las aves viven juntas hasta la muerte –dice.
Y habla del amor de los pingüinos, cuando el macho galantea y la hembra como que no quiere la cosa. El macho reúne piedras y con ellas construye un nido para la nueva familia. Solo cuando el nido queda levantado llega el encuentro carnal, el punto culminante del amor.
–Nido y amor juntos, de la mano –añade ella–, una lección que deben tener en cuenta todos los enamorados.
Tú, en cambio, dices que te gusta la acción a la hora de amar, por eso admiras a las águilas. El encuentro de las águilas es una ceremonia aérea donde el roce de alas es un beso y el aletazo, una caricia. Llegado el momento de copular, estos pájaros se dirigen a las altas cordilleras y allí, cogidas de las garras, giran infatigablemente dibujando circunferencias sin que les importe si abajo es arriba, si izquierda es derecha. Remontarse siempre; confundir los ríos con las lombrices; serpentear, en un viaje sin sentido, los vellones de las nubes. Y consumado el acto cumbre, apagado el fuego del deseo, volar y volar, hender el viento con la firmeza de la flecha y la agilidad de la luz.

Día o noche, es lo mismo para una ciega. Por eso ella nunca sabe si ya amaneció o todavía, y casi siempre se queda dormida hasta muy tarde, hasta que alguien llama a la puerta.

La otra vez te dijo:
–De tanto rodar por los sueños, me he gastado. Ya debo estar vieja y fea.
Tú la abrazaste.
–Estás intacta y bella como el día en que nos conocimos.
–No te burles. Las mujeres somos bellas solo cuando estamos en flor, en nuestra primavera.
–Eso es falso. La mujer es bella en sus cuatro estaciones, en cada cual de manera distinta, pero bella al fin.
–Si es así, ¿por qué los poetas no le cantan a las flores marchitas?, ¿por qué para ellas solo hay versos de agonía?
–Escucha a los poetas de verdad, a los pájaros de los bosques; ellos cantan a todas las horas del día, en todas las estaciones del año; y recuerda que la poesía no está compuesta solo de letras sino, sobre todo, de sonidos.
Ella sonrió. Y en esa sonrisa encontraste a la Mujer Eterna, a la que se abre a la medianoche, a la que gime en las cataratas andinas.

Es agosto, y afuera hace frío. Otoño hace leña en los bosques, donde en voz baja las hojas verdes hablan mal de las hojas secas sin pensar que ellas también tendrán el próximo agosto el mismo color.

Para ti el tiempo es un pozo de agua donde permaneces estático. Ella, sin embargo, siente la pisada imperceptible del tiempo a cada momento. El tiempo entra por la ventana montado en el huracán y de un soplo marchita las flores y carcome las mesas. Las huellas del tiempo, que tienen el color de sus cabellos y el brillo de sus ojos, se siente en la mirada de un hombre de la calle, que en otro tiempo piropeaba a la secre pero ahora ni la mira.

–No sé qué pasa con el tiempo –te dirá ella una noche–. Cuando yo era niña caminaba despacio y cuando te conocí, ya trotaba. Ahora que he cumplido los sesenta años me he dado cuenta que el tiempo comienza a volar…
Sí, el tiempo volará, y ella vendrá de prisa en esta dirección. Puede ser que aún esté lejos el día en que se muera. Cuando eso suceda, transformado en ligera vicuña correrás en sueños a la casa de sus vecinos y les dirás que la ciega que soñaba con el hombre del retrato los necesita. Ellos irán a verla. La encontrarán tendida en su catre de metal y la llevarán al cementerio. La enterrarán en un nicho de adobes y volverán a sus casas creyendo que la dejaron sola. Pero eso no será cierto. Ella te encontrará aquí, sentado en una curva del tiempo, y tú, después de tantos años, emocionado y abriendo los brazos saldrás a su encuentro. Y abrazándola fuerte le dirás al oído:
–No fuiste tú quien me esperaba todo este tiempo, Elsa, sino yo.

***

OJOS DE ROCÍO

Gavino, mi primo, llegó de madrugada montado en el Killincho. Llegó cantando Ayrampito y se plantó en el patio de nuestra estancia. Estaba borracho. Lo llevamos a una de las chozas, donde se sentó en la cama y se puso a hablar.
–Vengo de pedir la mano de Rocío –dijo.
La noticia fue una lanceta para mi alma. Pero, ¿sería verdad? Hay borrachos que hablan por hablar.
–¿Para quién han pedido su mano? –pregunté–. ¿Para ti?
–Para otro, Germancho.
–¿Para quién?
Gavinucha no quiso responder, por lo menos por ahora, y se puso a cantar Expreso Puquio.

Se me hizo un remolino en el cerebro.
Rocío vivía al otro lado del cerro, en una hoyada. Hace solo un día yo la había encontrado en el riachuelo.
–Oye, Rocío, en esta cañada no hay viento –le dije–. Es un bonito sitio para bañarse.
–Sí.
Cerca de nosotros había una poza grande, de unos veinte metros de largo, diez de ancho y de profundidad… no se sabe.
La cara de Rocío se iluminó.
–¿Ya sabes nadar? –me preguntó.
–Como challwa
–A ver, nada en esta poza… Es honda, eso sí. Si no sabes nadar, mejor no entres porque yo no pienso sacarte.
–Esta poza no es nada –dije desvistiéndome–. La otra vez atravesé Wankaqucha de canto a canto en una hora de nado.
Toqué el agua con la punta de los pies. El frío quemaba.
–Entra pues, Germán.
Metí un pie y lo saqué de inmediato. Me quedé mirando la poza largo rato juntando las manos como para orar, cambiando de posturas, haciendo ademán de lanzarme.
–Hace mucho frío, Rocío.
–Mentira. No sabes nadar, esa es la verdad.
–Ya sé nadar…
El sol reverberaba en el agua; una bandada de wallatas pasó por la cañada. A lo lejos se veía, blanco, el Qarwarasu.
–¿Y por qué no entras?
–Hace mucho frío.
–¿Y cómo yo no siento frío?
–Sangre de challwa debes tener.
 Rocío vino a mi lado. Bonitos ojos tenía, los ojos de mi madre.
–¿Ya sabes nadar?
–¡Claro!
–¡Entonces adiós! –me empujó.
Sentí un latigazo en la piel al caer de espaldas.
–¡De pecho! ¡De pecho! –me ordenaba ella desde la orilla.
Y yo nadaba en ese estilo.
–¡Ahora de espaldas!
Con mi barriga algo inflada apuntando al cielo, debí parecer trucha.
–Entra tú también, Rocío. El agua está tibia…
No entró. Su mamá apareció del lado de su estancia y le dijo que vaya a cuidar alpacas.
–Mañana vienes a esta hora –me dijo y se fue.
Rocío había madurado. Ya no era la chiquilla traviesa que hacía un año me echaba los perros al verme pasar por su puerta.

Gavino dejó de cantar.
–¿Entonces para quién pidieron la mano? –le pregunté.
–Ya dije que es para otro, Germancho…

De lo que contó después, quedó algo en limpio. Durante varios días se prepararon para pedir la mano de Rocío. Debían entrar con pretextos, uno detrás de otro, y dar licor a los padres. Luego ya se vería.
Llegado el día, Gavino fue el primero en ingresar a la estancia de Rocío. Y fue de noche.
–Taita Pedro –así se llamaba su padre–, ando llorando porque los ladrones se llevaron mi toro barroso. ¡Cinco años cuidándolo para que otro venga y se lo lleve!
–Aquí ya no hay garantía, Gavino –respondió Pedro–. Pero... no pongas esa cara. Yo tengo cañita, te voy a invitar.
Era una caña pobre, de esas que malogran el seso.
Gavino dijo:
–Taita Pedro, en mi alforja nunca falta caña de Chincheros.
Juana, la mamá de Rocío, no quiso tomar…
Copas venían, copas iban y se acabó la bebida.
–Anda, descansa ya, Gavino –dijo Pedro–. Tú vives lejos. Es malo andar solo de noche. Hay que cuidarse de los condenados.
Gavino miraba hacia la puerta esperando que Julio Pariona entrara de una vez. Se había quedado al otro lado del muro, escondido.
Para ganar tiempo, Gavino gimoteó nuevamente por su toro barroso.
–Cinco años, taita Pedro, en frío, en lluvia, sembrando maíz en el pueblo, y ahora me roban el toro.
Ahí nomás entró Julio Pariona.
–Se ha perdido mi toro umaro –dijo–, ¿no lo vio por aquí, taita Pedro? Y usted Gavino, ¿no lo vio?
–A mí también me robaron el barroso.
Y Pedro:
–Hace unos días pasaron wankachos por aquí. Ellos habrán sido.
Y Gavino:
–Hay que pescarlos y latiguearlos.
La mujer de Julio entró al rato. Juana decidió tomar cañazo entre mujeres. Todos se encontraban chispos. Las dos señoras cantaban estilo Cabana en un rincón.
–Vamos a alegrarnos –dijo Juana y prendió el tocadiscos.
Bailaron hasta la medianoche. Después llegó Felipe Anka y su mujer. Dijeron que pasaban por el camino y escucharon música y por eso entraron.
–¿Es su santo, don Pedro?
–Hubo visitas, taita Felipe. ¡Gavino y Julio han perdido sus toros! Algo hay que hacer para atrapar a esos ladrones, digo yo.
Felipe, viejo zorro, sacó cañazo, cigarrillos y coca y la cosa se puso mejor. Pedro y Juana ya estaban hechos. Ahora sí, Felipe quiso entrar al terreno.
–Don Pedro –dijo– ¿por qué no me vende su vaquilla?
–Vaquillas no tengo, Felipe. Vacas nomás.
–El otro día, viniendo de Chipao, he visto en su cerco una vaquilla de color qosne.
–¡Se llama Porotilla! Esa vaquilla no está en venta, es de mi hija Rocío.
Ahí nomás entró el pretendiente. Saludó a sus futuros suegros con estilo costa. Entonces Felipe soltó la soga.
–Es mi hijo Luis, don Pedro, el que se fue hace muchos años. Es persona de respeto.
–Caray, qué apurados crecen los chicos, Felipe.
–Así es. Crecen como queriendo alcanzarnos, es la ley de la vida, qué se puede hacer.
–¿Ha estado en Lima?
 –Sí, don Pedro. Ha regresado de bastante tiempo por su hija Rocío, está decidido a casarse.
Los ojos de Pedro comenzaron a cambiar de color, se pusieron blancos.
–¡Trae palo, carajo –ordenó a su mujer–, para sacar a estos sinvergüenzas de nuestra casa!
–Lo que es yo –contó Gavino, riéndose–, gané el patio de un salto porque saben ustedes cómo es Pedro. Dicen por ahí que una vez le dobló el cuello a un puma.
Todos salieron al patio. Las señoras se quedaron atrás y se atracaron en la puerta.
–¡Fuera badulaques! ¡Fuera! Con que les robaron el toro, ¿no?

Temprano fui al riachuelo. Había nevado en la noche. Copos de nieve había sobre las yaretas y las piedras. De la loma vi las cinco chozas de taita Pedro, rodeadas por los corrales de llamas y alpacas. Rocío ya nadaba en el riachuelo. Estaba en trusa. Yo nunca había visto a una chica en trusa. Me sentí avergonzado.
–¡Entra, Germancho! ¡El agua está caliente!
Parecía no estar enterada de lo que había pasado en la noche.
–¡Está haciendo frío, Rocío!
–Menos que ayer. Menos que ayer.
Al rato competíamos en la poza. Ella, elástica y delgada, se desplazaba veloz y su cuerpo de adolescente dejaba una estela blanca en la piel de la poza. Parecía el amaru de las leyendas andinas. De rincón a rincón, a veces me ganaba.
–¡Germán!
–¡Habla!
–¿Qué te parece si sacamos algo del fondo de la poza?
–¿El jabón?
–Eso es fácil. Algo más pequeño.
–Una piedra…
–Tu anillo, Germancho.
El anillo de mi madre me acompañaba desde el día en que murió.
–¿Y si no logramos sacarlo?
–Yo me encargo de eso, Germán. La otra vez saqué una moneda…
–Bueno…
Yo confiaba en ella. Contemplé el anillo un instante, quién sabe por última vez, y lo lancé al centro de la poza.
–¿Quién comienza? –pregunté.
Rocío se reía. Me miraba y se reía.
–El tonto que acaba de perder su anillo para siempre.
Me mantuve un instante a flote, hinché de aire los pulmones y me sumergí. Era profunda la poza, demasiado profunda. Cuanto más me alejaba de la superficie, era más oscura y el frío cortaba los huesos con serrucho. No pude llegar al piso. Agité los pies y salí a la superficie.
–¿Y el anillo?
Le mostré las manos vacías.
Ella se zambulló después. Del fondo de la poza salieron bolitas de aire. “Ojalá que lo saque”, pensé. Ni señales de Rocío durante un buen rato. Empecé a preocuparme. Una mano me cogió de los pies y me arrastró al fondo de la poza. Salimos a la superficie ahogándonos en nuestra risa.
–¿Y el anillo, Rocío?
–No he podido llegar al suelo. ¿Sabes cuántos metros de profundidad tiene esta poza?
–¿Cinco?
–Nooo. Debe tener más de quince…
–Debiste decirme eso antes de que yo soltara el anillo. ¿Y ahora?
–Ya lo perdiste, pues.
Y, riéndose, se zambullía y aparecía lejos, y yo la estuve persiguiendo hasta cansarme.
Antes de regresar a mi estancia le conté la verdad. Le dije que ese anillo pertenecía a mi madre.
–No te pongas triste, Germancho. Quédate con mi anillo.
Era de plata, con una figura de águila.
Yo había venido a nadar, es cierto, pero también quería saber sobre sus visitantes de la noche.
–¿Es cierto que han venido a pedir tu mano?
–Mi padre los ha botado a patadas.
–Seguramente van a volver. Así es la costumbre. Vendrán muchos y no se moverán de la puerta hasta que tu padre acepte.
Rocío fijó una mirada de tristeza en las corrientes del riachuelo; suspiró.
–Mi papá no los aceptará. Yo tampoco. Primero quiero estudiar superior.
Nos quedamos en silencio largo rato.
El Qarwarasu se veía chiquito allá detrás de los cerros. Así es si uno lo mira de lejos, tan pequeñito que los viajeros a veces lo confunden con una loma. Pero si uno se para a sus pies y levanta los ojos para ver su cumbre, los picos se hunden en las mismas nubes. Y si uno lo mira largo rato, el corazón empieza a latir de otro modo y da mareo.
–Si te desplomaras, ayayay –dije–, Luis moriría aplastado como lagartija…
–¿Qué dijiste, Germán?
–Estoy hablando con nuestro Padre Qarwarasu…
–Es grande el Qarwarasu. En su pecho fácilmente pueden entrar todas las gentes de Chipao…
Y fue el momento en que ella soltó la frase que no me ha dejado dormir hasta el día de hoy.
–Esa gente regresará –me dijo–. Yo no aceptaré. Ya lo he pensado. Les diré que estoy comprometida contigo. Les mostraré tu anillo…
El anillo de mi madre se encontraba en su dedo.
–Está bien –dije–. Diles que te casarás conmigo.

Regresé a mi estancia por lomas y cañadas, lejos de los caminos. Iba silbando, cantando. Jalaste y Chapucha, mis perros, me alcanzaron en el manantial, saludándome con la cola.
Gavino y mi padre tejían waraka en el patio.
Mi padre se dio cuenta.
–Traes otra cara, Germán –me dijo.
–Rocío está conmigo. No puede casarse con Luis, no lo conoce.
–Germancha, no hables como niño. Por gusto no has estudiado colegio. Antes de pensar en esas cosas, piensa en estudiar superior…
–No nos casaremos todavía.
Mi padre se puso bien serio.
–No me metas en problemas, Germancha. Pedro aceptará, su hija se casará con Luis.
Fui a la cocina a comer chuño con quesillo. Mi padre me siguió.
–Así es la vida, Germán –dijo abrazándome–. No siempre se hará realidad lo que sueñas, anda aprendiendo. Ustedes los muchachos se creen los dueños del mundo y piensan fácil. Ella es menor de edad, su padre decide…
Mi primo Gavino también habló:
–En Andahuaylas vamos a buscar para ti mujer más bonita, Germancho. Felipe volverá esta tarde con sus compadres. Llevarán comida y chicha. Habrá fiesta. Pedro aceptará.
–Entonces tengo que ir donde Rocío –dije.
Mi padre puso cara de preocupado.
–¿A qué vas a ir?
–Le voy a devolver su anillo.
–Cuidado con armar lío, Germancha. Irás con Gavino.
–Tranquilo nomás voy a estar, papá. Volveré con las mismas…

Gavino iba en el Killincho, yo en el Mojino, ¡buenos caballos!
Llegamos a la estancia de Rocío cuando anochecía. Dejamos los caballos en un corral. Muchos alpaqueros de Qarwarasu estaban ahí, en el patio. Sentados en los poyos, charlaban tomando cañazo. El pretendiente hablaba animadamente con Juana. En la puerta de la choza de dormir, Pedro conversaba con Julio Pariona. Reían. Era un mal signo.
–Oye, Germán –me dijo Gavino–, acabo de leer tu cara. No intentes hacer nada porque nos pueden fregar. Felipe Anka es dueño de dos mil alpacas blancas y tiene toros mejorados. A la cárcel nos pueden mandar. Devuelves anillo y nos vamos. Voy a tomarme algunas copitas, averigua dónde está la chica. ¡No te pongas triste, majtillo! ¡Ya todo está hecho!
Gavino se entropó con el resto; le servían cañazo en copas hechas de asta de toro.
Prendieron el tocadiscos, pusieron huaino. Luis, el novio, sacó a bailar a Juana. El limaco bailaba con elegancia, hay que reconocer eso; su futura suegra en cambio bailaba en otros tonos.
–¡Que haya alegría!
Las mujeres bailaban entre mujeres, moviendo los pies y la cintura a lo que saliera. Taita Archibaldo, que se palmoteaba en un rincón, rodó por el suelo como si fuera una rueca. Se levantó tambaleándose, y en vez de sentarse en el poyo fue a poner las posaderas encima de Ambrosio.
Rocío no aparecía por ningún lado.
Terminó la pieza y pusieron cumbia.
Ahora salieron a bailar los mozos con las pasñas; se movían con estilo, imitando a los gallos enamorados; eso ya no era cumbia ni huaino, qué sería pues. Juana vino a mi lado.
–Germancito, baila –me dijo–. No estamos en velorio para que pongas esa cara. Se nos casa Rocío, hay que celebrarlo. El joven Luis amenazó con saltar a la laguna, por eso hemos aceptado…
Me llevó del brazo y me obligó a bailar con Juliana, una chica que estudiaba en Chipao.
En la noche llegó Silvio, el hermano mayor de Rocío. Venía de no se sabe dónde montado en el waychu. Cuando ingresó al patio, todos se callaron, incluso apagaron el tocadiscos. Rocío salió en ese momento de su dormitorio. Estaba serena.
Gavino me sujetaba del brazo.
–Espera, Germán. No vayas todavía.
Silvio y Rocío entraron en la choza de dormir. Algo hablaron. Un rato después entraron Pedro, su mujer, Julio, Feliciano, Felipe, Luis. Rocío salió apurada y fue derecho a la cocina. Las visitas prendieron el tocadiscos y continuaron bailando.
–Ahora sí, Germancho, anda. Regresa rápido.
Claro que regresé rápido.
–Vamos –le dije–. Rocío nos va esperar detrás de la loma.
–¿Se va a fugar contigo?
–No hables tonterías, Gavinucha. No es una novela. ¿No ves que ya acordaron entregarla como si fuera un animal?
Fuimos al corral. Para no despertar sospechas, nos alejamos cañada arriba a trote. Rocío ya estaba detrás de la loma. Saltó a mi anca. Partimos a galope.
–Llévenme a la estancia de la señora Josefina –dijo–. Déjenme ahí y no se metan en este problema.
La cañada era interminable. El viento agitaba los ichus y silbaba. Los caballos, de tanto correr, resoplaban. Nadie habló nada durante el trayecto.

Al día siguiente, en la mañana, toda una cuadrilla de borrachos invadió nuestra estancia. A la cabeza venía taita Pedro, seguido en fila por todas las personas que amanecieron tomando en su casa. Venían en busca de Rocío.
–¡Dónde está! ¡Dónde la tienen! –gritaron desde el patio.
A patadas abrieron las puertas, a los perros los agarraron a pedradas. Luis se cuadró delante de mi padre, con los puños listos para atacar.
–¡Tu hijo se ha robado a mi comprometida! ¡Me dices dónde está ella o no respondo por lo que pueda suceder!
Gavino salió al frente.
–Viejo es respeto, yau maula –le dijo–. Si quieres, mozo contra mozo.
Estaba visto. La balanza iba a inclinarse a favor de ellos. Cuarenta contra tres, piense usted. Felizmente estaba ahí la autoridad suprema de todo Qarwarasu, el teniente gobernador. Este buen hombre se puso al medio y pidió que se arreglara el problema sin derramar sangre.
–Entreguen a la chica, y no pasará nada –dijo.
–Nosotros no sabemos nada –respondió Gavino–. Ya buscaron la casa. No somos concertados de nadie para cuidar chicas…
–Levantaré acta…
–Levante acta, señor gobernador; estos señores tienen que pagar los daños. Hay varias puertas rotas, vea usted…
Se fueron así como vinieron.

Esa tarde Silvio nos trajo la noticia de que Rocío había muerto en la laguna grande. Así lo habían atestiguado mama Josefina y su esposo en acta levantada por el teniente.

Anochecía cuando llegué a la laguna grande. Wallatas nadaban tranquilamente. Wallatas, avocetas, ajoyas y pariwanas. Me senté en la orilla y me puse a tocar quena. Los huainos me salían tristes.
Esa noche no pude dormir. Ni las noches siguientes. Salía al patio a mirar las estrellas, especialmente a dos estrellas juntas que brillaban como si fueran los ojos de una persona, los ojos de Rocío. Perdí las ganas de vivir. Mi padre, preocupado, preparó mi viaje a Puquio para que estudiara en el instituto. Me fugué al Qarwarasu.

Recorría las cañadas tocando quena, buscando en cada muchacha los ojos redondos de Rocío. Nadaba en los riachuelos que bajaban de la laguna grande para mojarme en el alma de Rocío. Cazaba vizcachas para comer. Las vizcachas huelen mal cuando están crudas. Dormía de día y de noche en cuevas de pumas y zorros. Dormir y dormir y beber las gotas de agua que caían del techo. Cóndores negros y azules sobrevolaban mi cuerpo abandonado. Abría bien los ojos: los cóndores negros no eran cóndores sino murciélagos, y los cóndores azules no eran tales sino moscas. Me estaba pudriendo en vida. Tuve miedo, Rocío, miedo de que mi cuerpo fuese pasto de pumas y zorros. Por eso regresé a la choza de mi padre.

Ya han transcurrido tres meses de la muerte de Rocío. Tres meses de sonambulismo en que el tiempo se hizo breve y plano. Pero ayer he recibido noticias de ella. Su hermano Silvio, quien viaja cada mes a Wamanga llevando caballos viejos para el menú de la gente, me trajo una carta escrita por ella. Es su letra; lo sé porque fuimos juntos a la escuela. Ella está viva y estudia para ser profesora. Veinte veces he leído su carta y estoy decidido. Ya le dije a mi padre que quiero estudiar en Wamanga y vivir junto a Rocío. Estudiaré ingeniería para hacer subir el agua a la punta de los cerros, como mis abuelos los inkas. (Lima, 1993).

***

UN PUMA ROJO

Feliciano Yauri se calentaba en la fogata, sentado en el interior de una cueva del bosque, cuando vio esos dos luceros chiquitos clavados en las ramas de un árbol. El anciano comprendió que se trataba de un puma. “Debe ser un puma común”, pensó. Pero luego se preguntó, sobresaltado: “¿Y si es el puma rojo?”.
Feliciano cogió un leño, por si acaso.
Eran días en que las noticias provenientes de los pueblos vecinos hacían temblar a chicos y grandes. Un puma rojo, inmenso como un asno, ha devorado un niño cerca de Soras. Eso decían. Un “compadre”, veloz como el rayo, ha terminado caballos de un año en las pampas de Larcay. Eso también decían. Un puma en llamas ha matado cincuenta ovejas en la estancia de una anciana, en Kije. No faltaban quienes comentaban que el puma rojo ya se encontraba en el bosque donde se hallaba ahora Feliciano. Por eso en las últimas semanas, si querían cosechar cochinilla, los comuneros entraban al bosque en grupos de cuatro o cinco, y solían andar de dos en dos, sin apartarse uno del otro.
En cambio Feliciano había venido solo, porque todas las historias que escuchó sobre el puma rojo le sonaron falsas, iguales a las tantas historias que había escuchado en sus setenta años de existencia: que un puma-pájaro ha volado de un cerro a otro en busca de venados; que un puma malgeniado ha entrado en una choza a cazar cabras y se ha enamorado de la pastora; que un puma de verdad llamaba a los perros golpeando huesos o silbando como el jilguero; que un puma renunció a ser puma y decidió alimentarse solo de frutas y pasto. Historias inventadas por las mujeres para asustar o entretener a los niños. Y ahora tenía enfrente a un puma, esperamos que no sea el puma rojo.

Los pumas comunes huyen de la candela. Debe ser porque suponen que la candela es una chispa del rayo. Este puma, sin embargo, seguía ahí, mirándole como mira el gato al pericote. Es más, los luceros cambiaron de sitio y aumentaron de tamaño, señal de que se acercaba.
Feliciano, sin alterarse, echó más troncos a la fogata.
Los pumas no atacan a las personas, sabía el anciano. Estamos hablando de los pumas comunes. Salvo que tengan crías y estén hambrientos. Si es así, no respetan a nadie. Se meten incluso a los galpones del pueblo en busca de cerdos.
Ahora los luceros parpadearon. El anciano arrojó un leño encendido hacia los puntos luminosos. La candela se convirtió en mil luceros al estrellarse contra un tronco de molle, iluminando todo el contorno. Entonces Feliciano vio claramente, sentado al pie del árbol, a la bestia de la cual hablaban en el pueblo: el puma rojo. Sintió un extraño dolor en el pecho. Un viento frío le entró por los poros y le congeló el cuerpo. No encontró calor ni siquiera en la fogata que flameaba a medio metro de su cuerpo.
El anciano se echó más coca en la boca y continuó alimentando la fogata. Las llamas alcanzaron el tamaño de un niño. A su luz vio ahora otra vez al puma rojo. Seguía ahí, sentado como un gato paciente. Feliciano tenía la seguridad de que no sería atacado porque había suficiente leña para encender fogata toda la noche. Mientras ardiera fuego, mientras no se durmiera, el puma se mantendría allí, sentado, con la mirada puesta sobre él pero sin atreverse. Y si lo hacía, el anciano podía defenderse con la navaja y con el palo. Porque a pesar de su avanzada edad, aún mantenía la fuerza en los músculos y lo enfrentaría sólo para demostrarle a la bestia la superioridad del ser humano. Aunque no estaba seguro de ganar. “¿Qué será de Julia si logra matarme?”, pensó.

Julia es su esposa, ya anciana. Hace un mes se fracturó la pierna cuando traía leña desde la quebrada. Los médicos de la ciudad le pidieron doscientos soles para el tratamiento y, como no había dinero para costearlo, se negaron a atenderla. Feliciano maldijo a todos los doctores, hizo subir al caballo a su compañera de toda la vida y tomó el camino de regreso. Le recomendaron agua de llantén. Pero ese no era el remedio. Juana seguía quejándose en las noches y en los días porque cada movimiento de su cuerpo parecía tener origen en la misma pierna y la tos explotaba precisamente en ese punto.
Un día llegó la noticia de que la cochinilla había subido de precio. Y había cochinilla en el bosque, cerca del río, en cantidades industriales. Los tiempos habían cambiado. Años atrás las personas eran consideradas de acuerdo a la cantidad de reses que poseían en el cerco. “Tengo cinco novillos”, decía zutano y sacaba pecho. “Vendí nueve machorras”, anunciaba mengano con un brillo en los ojos. Ahora los novillos y las machorras ya no valían nada. Era tiempo de la cochinilla. “¿Para qué comprarán tanta cochinilla?”, se preguntaba Feliciano, “¿en qué parte del mundo harán sopa de cochinilla?”. Doscientos kilos de este producto, cosechados en dos semanas, valían más que un toro de seis años. Por eso a Feliciano le pareció buena la idea de cosechar cochinilla en el valle para pagar la curación de su esposa. Ya había causado muchos gastos a sus hijos desde el día en que Julia cayó en cama. En una semana podría juntar doscientos kilos y luego venderlos en la tienda de Federico. Después llevaría a su esposa al hospital. Y su esposa volvería a caminar…
Eso pensó antes de venir. Ahora ya no sabía ni qué pensar porque enfrente había un enemigo con otros planes para él, con proyectos más relacionados con la comida.

El fuego, con los nuevos troncos, se eleva a medio metro de altura. El enemigo no se ha movido. Ya van varias horas y ahora está echado, con la mirada puesta sobre él. Puma y hombre se miden, frente a frente, separados por la cortina de fuego que se levanta hasta el borde de la cueva. El hombre confía en el fuego y en su cuchillo. La bestia confía en el sueño y en la fatiga. Parece que ninguno está apurado, pero de aquí saldrá un ganador. Mañana, a esta hora, ese ganador estará durmiendo a pierna suelta en el bosque, de ser el puma, o en el pueblo, de ser el hombre. Ese momento, sin embargo, está lejos todavía. Es temprano, la noche es joven.
El fuego se apaga; arde a veces cuando un ligero viento lo sopla. Los dos luceros también se apagan. Debe ser por el cansancio del puma, aunque esos animales, de noche, suelen ver con el olfato.

Pero el sueño es sueño y ha de llegar en algún momento, así como la muerte es muerte y ha de esperarnos en alguna curva de la vida. Y llegó el sueño para Feliciano. (Si hablamos de un muerto en vida, nos referimos a una persona dormida). Cubierto por su poncho, aún con la navaja en la mano, quedó tendido junto a los troncos de aliso que ardían despacio. Era el momento esperado. La bestia avanzó sigilosamente hacia nuestro amigo, se cuidó de no pisar el fuego y actuó como lo hacen los felinos con los vencidos. Es decir, casi con cariño. Suavemente, le puso las garras en la boca y lo volteó con cuidado como si fuese un tronco delicado, buscando la postura adecuada para rematarlo a su gusto. En ese momento despertó el anciano. Se dio clara cuenta de lo que sucedía y procedió con cálculo. Comenzó a mover la mano, lentamente: algo preparaba. El puma descubrió que el anciano había despertado y le clavó las garras en los pulmones. Un grito doloroso perforó como una pedrada el cristal de la noche. Ya moribundo, el anciano clavó la navaja en alguna parte de la bestia. Un grito aún más doloroso remeció los bosques y despertó a los pájaros. Ninguna persona escuchó nada porque no había nadie en muchos kilómetros a la redonda.

Dentro de una semana los perros encontrarán el cadáver del anciano y el cuerpo del puma rojo. Estarán abrazados como hermanitos, en medio de las cenizas. En la cueva hallarán los tres costales de cochinilla que servirán para que Juana camine nuevamente.

***

RECETA PARA LLEGAR A OCHO

No crean que el Cero está contento con el lugar que nuestro capricho le ha asignado en el concierto de los números. No restarle nada a otro número en la Resta, no aumentarle nada en la Suma; en la Multiplicación y en la División servir sólo para pulverizar a otro número; no valer nada estando solo; valer algo solo en maridaje con otro número, eso es humillante, incluso trágico, en los tiempos de individualismos que vivimos.
Cansado de ser un cero a la izquierda, el Cero decidió un día abandonar su ubicación para escalar en la sociedad. Se dirigió, entonces, al estudio de un abogado, lugar adonde va la gente cuando trata de solucionar sus problemas. Porque, debemos aclararlo, el Cero se encuentra en un país donde ha prosperado la industria de las leyes y donde se fabrica abogados en serie.

–Doctor, tengo un problema. Quiero ser Ocho y no sé si eso es posible.
–Ajá, amigo mío. Siéntate…
El abogado, un caballero de corbata ancha, se coge la barbilla y contempla al visitante.
–Bueno, es un caso difícil –le dice–. No basta con que te ajustes el cinturón para que puedas convertirte en Ocho. El problema no es sólo de forma sino de fondo. Pero para nuestras leyes todo es posible. El trabajo te va a costar dos mil soles, pago adelantado.
Al Cero le parece una suma excesiva. Piensa un momento. Total, el objetivo es convertirse en Ocho. Cuenta los billetes.
–Le pagaré un poco más, doctor. Pero necesito solución con urgencia.
–Soy especialista en resolver los casos más difíciles. Has tomado una decisión inteligente al contratar mis servicios. No te arrepentirás…
Y se pone a explicar más o menos cómo será el proceso. Convertirse en Ocho no es solo quitarle el puesto a este número sino también bajar de categoría a los números Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco, Seis y Siete. Veamos: Ocho tiene dos vecinos, el Siete y el Nueve. Con el primero no se lleva bien porque éste, que es arribista, quiere ser Ocho y trata de entrar a su terreno. El Nueve es su amigo, aunque este número anda un tanto temeroso, cuidándose todo el tiempo para que Ocho no avance y ocupe su lugar. Ambos números, a su vez, tienen buenos aliados, el Seis y el Diez, que son al mismo tiempo enemigos implacables.
–Tus amigos son tales, amigo mío, mientras no toques su territorio. Esa es la verdad.
El doctor explica después, muy en serio, algunos pasos de lo que será su trabajo.
–No creas que será fácil, amigo mío –dice bajando la voz–. El Ocho se defenderá con todos los medios disponibles. La Ley Padre, ley de leyes, dice que tenemos que pedir la ayuda del número Siete, que tiene un aliado importante, el Cinco. Ambos deben ser tratados como amigos naturales, por supuesto sin que sepan que planificamos su descenso, y serán útiles en esta pelea… Bueno, regrese. En una semana tendré la fórmula para llegar a Ocho.
El Cero sale de la oficina más confundido de lo que entró. Números amigos, números enemigos, fórmula, ley de leyes…
Una semana después regresa a la oficina del doctor.
El abogado le espera con buenos ánimos.
–Ya tenemos parte de la fórmula, amigo mío. La Ley Cien Mil Doscientos, Ley Padre, ley de leyes, nos dice que tenemos que consultar con la Ley Hijo, Artículo Veintiocho. Este artículo nos sugiere que en nuestra lucha debemos servirnos de los números impares que son, en buena cuenta, enemigos naturales de los pares, que andan en pareja y se pueden dividir en dos como los duraznos. Naturalmente, como suele ocurrir siempre, hay algunos amigos que colaborarán. Son el Tres y el Doce… Así que el camino será el siguiente: nuestro punto de partida es el Tres. Le sumamos otros Tres y tenemos Seis. Al Seis le multiplicamos por Dos y llegamos a Doce. Ahora tenemos que dividir entre Tres y tenemos Cuatro. Tú me dirás por qué no sumamos Tres más Tres para llegar más rápido al número Seis, y sumamos Seis más Dos para llegar a Ocho. Mi respuesta es que necesitamos confundir a Ocho. Nuestro enemigo no debe saber que vamos hacia él en forma directa, derecho como por una calle recta, porque se pone a la defensiva y comienza a juntar aliados. Si saltamos a Doce y regresamos a Cuatro pensará que estamos jugando a la aritmética. Una idea genial, ¿verdad? Claro que sí, amigo mío. Para ser abogado hay que ser artista, matemático, político, aunque algunos de mis colegas pierden el juicio sin estar locos… Bueno, sigamos. El número Cuatro no quiere colaborar, así que he decidido utilizar la Ley Nieto, un inciso, un pequeñín que andaba oculto por ahí. El Inciso g) dice que es posible sacar el número Cuatro del camino. Eliminado el número Cuatro, avanzamos en nuestro objetivo de llegar a Ocho. Pero aquí surge un problemita: si bien la Ley Nieto, el inciso, sirve para destruir un número, no nos sirve para avanzar. Déjame explicarte: si quitamos el Cuatro del camino, el Cinco baja a Cuatro, el Seis al Cinco, así sucesivamente, hasta que nuestro número, el Ocho, se convierte en Siete, asunto tan complicado en que terminamos peleando contra otro número, en otro escenario, donde nuestros amigos, los que eran impares, se convierten en pares y terminan peleando contra nosotros, y nuestros enemigos, los que eran pares, andan perdidos y asustados porque el mundo se ha puesto al revés. ¡Los números tienen vida, amigo mío!
–Sí, doctor…
–Y como ves, con el Cuatro negándose a ser nuestro aliado, llegamos a un punto ciego. Aquí mi formación de abogado y mis habilidades negociadoras me aconsejan conciliar sí o sí con el Cuatro. Necesitamos pagarle algo…
–Cuánto, doctor…
–Mil soles…
–Aquí tiene, doctor…
El abogado piensa que el Cero, aunque no valga nada, tiene los bolsillos llenos de valor.
–En una semana tendremos novedades, amigo mío. ¡Piensa en el resultado, en ser Ocho! Ah, no te vayas todavía. En vista de que el caso se ha complicado, tienes que aumentarme algo…
–Cuánto, doctor…
–Por ser mi amigo, que sea mil.
El Cero sale aturdido por fórmula tan compleja, tropieza en la puerta con una anciana que tiene la forma de Cinco (camina con bastón) y piensa que se ha metido en un lío de números y leyes que, ahora acaba de entenderlo, tiene para rato.

El Cero regresa a la oficina del abogado en la fecha señalada.
–Pase amigo mío, tome asiento. Hay noticias. ¡El caso está a punto de originar una conflagración mundial! El Dos se ha juntado con el Seis en un matrimonio por conveniencia y se ha convertido en Veintiséis, que es un número par y por tanto nuestro enemigo. El Cuatro, al que pagamos, convive con dos Unos y es, ahora, Cuatrocientos Once. No sólo eso. La guerra de los números se ha trasladado a otro escenario. La Ley Padre, ley de leyes, se enfrenta con la Ley Hijo, que a su vez le ha declarado la guerra a muerte a la Ley Nieto. De modo que la pelea se realiza en dos frentes. Aquí las leyes a punto de quebrar el orden universal, cada quien con la ayuda de otras leyes, y allá los números pares contra los impares, alineados como comandos, formando alianzas y preparando armas. ¡Ojalá que la sangre no llegue al río!
El doctor lanza nuevas fórmulas.
–¡Amigo mío, en cinco días tendremos ganada la pelea si el enemigo no sale con una nueva estratagema!
Se emociona el doctor, abre libros voluminosos, recita Artículos enteros. Y se queda ideando mil caminos para llegar a Ocho. Mientras tanto, el Cero sale de la oficina pensando que esta noche en sueños será un Napoleón mandando a cinco millones de números uniformados de verde.

El Cero regresa donde el abogado a los cinco días.
–¡Hemos ganado, amigo mío! –exclama el doctor–. Después de la confusión, viene el orden. Solo hay un detalle: el juez es amigo de Ocho, cosa que está fuera de nuestro alcance… Salvo que le paguemos una suma importante…
El Cero se lleva las manos a los bolsillos. No encuentra nada. Semana a semana ha dejado en el escritorio del abogado todo el dinero con que contaba.
–Ya no tengo nada, doctor…
El abogado cambia de cara y deja de tutearle. Hasta el tuteo tiene precio.
–¡Pero tiene que pagar, jovencito! –exigió–. Ahora tiene que defenderse. Porque las leyes y los números saldrán a atacarle. Querrán cobrarle por daños y perjuicios. ¡Ahora serán ellos los que quieran partirle en ocho pedazos!
El Cero siente en la boca el olor nauseabundo del Dos y sale de la oficina. Acaba de entender que en este país las leyes fueron preparadas para aturdir la razón y para ponerle cabes a la marcha del mundo.
***

¿QUIÉN SE ROBA LAS BOTAS?

Encontramos en el campamento ocho uniformes de cualquier tela, ocho cascos de plástico incandescente y ocho, señores, ocho pares de botas de cuero de vaca. Por lo visto, es ocho la cantidad de mineros artesanales en esta mina de cobre, uno de los tantos asentamientos mineros del país.
Es una mina común y corriente, aunque en este lugar viene sucediendo un extraño caso que es digno de contar: los cascos no se pierden, los uniformes tampoco, pero las botas desaparecen cada cierto tiempo, ¡y no es que se hayan ido de paseo agarraditos del pasador! Aseguran los mineros que el ladrón de las botas es el travieso Chinchilico, el duende que trabaja en las vetas cuando los mineros se han retirado. Pero ese enano juguetón usa ropa y calzado de bebé, ¿para qué robaría botas gigantes de minero?
Puede ser un castigo a nuestra tacañería, comentan los mineros: está molesto porque nos llevamos oro, plata y cobre sin haberle ofrecido siquiera un vaso de vino…
Ajá, falta pagapa
El capataz no cree en Chinchilicos y pagapas. El capataz está seguro de capturar al ladrón si hace la ronda todas las noches. Es raro, muy raro, que el perro del campamento no ladre durante el robo. Apunta todo a que el ladrón de las botas es un conocido de la casa, un mal minero que pretende quebrar la unidad de los ocho socios…
Treinta noches ronda el capataz envuelto en su capa negra soportando un frío que hace desear a las brasas del infierno.
Las botas siguen desapareciendo y el ladrón no ha caído. Otras treinta noches y las botas sin pares, de distintos números, han formado ya una montaña detrás del campamento. A falta de calzado, los mineros comienzan a usar zapatillas, pero los reglamentos deben cumplirse y todos los fines de semana el capataz va a la ciudad a comprar botas: ¡tiendas, hagan su agosto!
La soledad de la bota sin par es patética. Los calzados llegan con su pareja de la mano (o del pasador) para hacernos más llevadero el tránsito por la vida y saborear el placer de envejecer en pareja taconeando en caminos polvorientos o calles empedradas y, al final de la existencia, nada más poético que acabar juntos después de haber cumplido la misión. Para las botas de esta mina es triste quedarse sin par a mitad de la vida y envejecer en la soledad, olvidadas en un rincón.
Afectado por las malas noches, el capataz toma la insólita decisión de que los mineros duerman con sus botas en la cabecera. El resultado es terrorífico: nadie logra conciliar el sueño, más por superstición que por el olor pestilente de los calzados.
¿No será el capataz el ladrón de las botas?, corre en secreto la voz entre los mineros. Vienen insólitas riñas. Cambian de capataz… el robo continúa.
Es el Chinchilico, otro no puede ser, está pidiendo su buena pagapa, concluye el nuevo capataz.
Entierran en la puerta de la mina vino, coca y cigarrillos y, por si acaso, dos pares de botas de bebé.
Pero las botas de los mineros siguen desapareciendo.
El caso empieza a trastornar a todos.
Recuerda alguien aquel cuento en que los objetos comienzan a rebelarse contra el Gobierno cuando las personas han perdido la capacidad de razonar y rebelarse. ¿No será la rebelión de las botas que no quieren trabajar en oscuras galerías? Porque… todo esto es muy extraño. La pagapa no ha surtido efecto, la ronda solo ha trastornado el carácter del capataz y el perro parece estar con dolor de muela porque ¡solo abre el hocico para comer, mas no para ladrar!

Se desintegra el grupo de los ocho socios. Es el fin de la empresa. Dos de los mineros se van al otro lado del cerro, lejos, en busca de veta propia y encuentran allí una cueva llena de botas destrozadas. En un rincón el perro del campamento mastica los calzados que los mineros untaron con harta grasa de vaca para que no se rajaran con el agua. ¡Todo un manjar para el paladar del canino!